Se enamoran de mí los
cavadores de tumbas.
Si llegara al
cementerio para visitar a mi madre un
martes por la mañana, día donde hay gran cantidad de entierros, es posible que
me lleve algunas propuestas de quienes están trabajando con la tierra.
Es amor. No es un efluvio
por atracción sexual de primavera.
Me hacen regalos
tiernos. Los anillos que le han sacado a los muertos, pulseras de bronce
logradas con la fundición de las manijas de los ataúdes, flores que no están
marchitas y son robadas de las coronas. Ramos de margaritas amarillas y
rosadas, claveles rojos con los pétalos chamuscados por el frío, crisantemos
debilitados con perfume de agua putrefacta. Todo es obsequiado con el profundo
sentimiento del amor vivo.
Yo sonrío y acepto los
agasajos sin excusa de cumpleaños.
Me coloco los anillos,
las pulseras tintineantes, llevo el
ramillete de flores a punto de volverse hediondas y escucho propuestas de hacer
un pozo profundo para mi muerte así los gusanos no pueden comerse mi piel.
Luego de la ceremonia
de bienvenida, todos volvemos a nuestras tareas.
Ellos siguen cavando
para recibir a los que están llegando; yo voy a llorar un rato a mis padres que
están juntos en el mismo sitio.
Me alejo despacio para
que mis pisadas hagan menos ruido que las paladas de tierra y las raíces que
crujen.
Cuando llego a la
calle tiro las flores a la basura. Me despojo de la bijouterie mortuoria y se
la regalo a una mujer que me pide dinero.
Nunca puedo decirles
que los detesto. Ellos son lo único vivo dentro de ese escenario.
Y no quiero enamorarme
de un hombre que solo prepara lugares para dejar muertos.
Para dejar muertos,
bastante tenemos con la vida.
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