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domingo, 18 de marzo de 2012

Agua salada

Lloramos desesperados cuando estamos muy tristes. Lloramos sin control, sin reservas, sin compuertas. Nos ahogamos, nos falta el aire pero no nos importa.
Lloramos cuando nos caemos y la piel se abre con una herida. Vemos la sangre brotar como un fluido solidario, cambian las tonalidades, el dolor nos anula los pensamientos y la primitiva sensación de sobrevivir nos recuerda que somos vulnerables.
Lloramos cuando nos lastiman y nos desgarran alguna parte del corazón espiritual. Preguntamos, respondemos, nos secamos los mocos, hacemos promesas que nunca cumpliremos, profetizamos maleficios como hechiceros justicieros, nos odiamos, nos echamos culpas propias y ajenas y no sacamos una conclusión sensata.
Pero hay otro llanto, un llanto místico y ancestral, que supera los anteriores. Uno que brota cuando los otros ya no santifican, ya no lavan, ya no curan. Unas lágrimas que son paridas solo cuando tomamos la decisión de concebir nuestra vida. Cuando uno se pierde, y un día se encuentra, se puede llorar de alegría hasta casi la eternidad.