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viernes, 17 de mayo de 2013

Esos amorosos


Se enamoran de mí los cavadores de tumbas.
Si llegara al cementerio para  visitar a mi madre un martes por la mañana, día donde hay gran cantidad de entierros, es posible que me lleve algunas propuestas de quienes están trabajando con la tierra.
Es amor. No es un efluvio por atracción sexual de primavera.

Me hacen regalos tiernos. Los anillos que le han sacado a los muertos, pulseras de bronce logradas con la fundición de las manijas de los ataúdes, flores que no están marchitas y son robadas de las coronas. Ramos de margaritas amarillas y rosadas, claveles rojos con los pétalos chamuscados por el frío, crisantemos debilitados con perfume de agua putrefacta. Todo es obsequiado con el profundo sentimiento del amor vivo.
Yo sonrío y acepto los agasajos sin excusa de cumpleaños.
Me coloco los anillos, las pulseras tintineantes,  llevo el ramillete de flores a punto de volverse hediondas y escucho propuestas de hacer un pozo profundo para mi muerte así los gusanos no pueden comerse mi piel.
Luego de la ceremonia de bienvenida, todos volvemos a nuestras tareas.
Ellos siguen cavando para recibir a los que están llegando; yo voy a llorar un rato a mis padres que están juntos en el mismo sitio.
Me alejo despacio para que mis pisadas hagan menos ruido que las paladas de tierra y las raíces que crujen.

Cuando llego a la calle tiro las flores a la basura. Me despojo de la bijouterie mortuoria y se la regalo a una mujer que me pide dinero.
Nunca puedo decirles que los detesto. Ellos son lo único vivo dentro de ese escenario.
Y no quiero enamorarme de un hombre que solo prepara lugares para dejar muertos.
Para dejar muertos, bastante tenemos con la vida.