
Érase una vez un hombre y una mujer que caminaban por el desierto. Pocos podremos entender como sería la sensación pero basta un día de calor agobiante para imaginarse la escena.
Aunque hiciera poco tiempo que realizaban la travesía, al encontrarse perdidos, cansados y exhaustos por los cambios climáticos sufridos por la noche, pensaban que nada podría suceder en el universo para que la situación fuera distinta.
Pero en el transcurso de la marcha encontraron un oasis. Ni muy pequeño ni muy grande; con algunos individuos instalados, con lo suficiente para vivir, agua y alimento. La alegría de llegar a este lugar en el mundo era infinita.
Con la piel llena de llagas producidas por el sol y los ojos débiles, bebieron el agua más increíble de sus cortas vidas y nunca pensaron que los frutos de la naturaleza pudieran aplacar tanto el hambre. Se calmaron las angustias y construyeron un sitio donde instalarse.
Con el correr de los días la situación de encontrarse en el desierto volvió a instalarse.
Él lo comentó con su compañera de viaje y le presentó una opción: acompañarlo a buscar una ciudad cercana, con los datos de los pobladores del lugar y el descanso, se podría llegar en poco tiempo. Incluso contaban con un par de camellos.
Ella estaba cansada de volver a someterse a la travesía de la nada. Prefería esperarlo y cuando volviera con los datos exactos del lugar, entonces lo acompañaría y se instalarían definitivamente.
Pero él no volvió en muchos días.
Un tanto angustiada ella salió a buscarlo con los mismos datos que había aprendido de la gente lugareña.
Cada uno encontró una ciudad diferente y no pudieron volver a encontrarse. Es lo único que queda de esta historia.
Lo único importante es que alguna vez encontraron un oasis pero no era suficiente.